Claroscuro
Silencio.
Un segundo eterno. Dejó de ser tiempo para transformarse en espacio, cerrado, profundo, acogotado, sobrecogedor.
El silencio tiene voz y tono, aunque no lo creas. No es agudo, más bien grave, suave a la vez. Un tono mezclado de grises oscuros, impenetrables, un tono con espaldas anchas que impiden pasar la luz, tenue, que busca rendijas para pasar, haciendo trampa para colarse en el ambiente.
Enciendes una luz, con temblor. Y todo te cambia en una décima de segundo. La vida pasa en ese momento a ser en blanco y negro, donde no hay color, sino la presencia total de todos así como la ausencia de los mismos. Estar pero no estar. Ser a duras penas. Solo se percibe oscuridad que impide que la claridad emerja, y donde envía un ejército de blancos que apresuradamente buscan su sitio y se apoyan en lo cálido que está congelado, como nunca palpaste.
Una voz que quiere gritar pero no puede, ni debe. Una respuesta que en realidad es una pregunta, «no pasa nada»; y la contraria también, «algo pasa». Una mano caliente que sostiene una fría, húmeda, intentan hablar como si fueran vasos comunicantes, deseando que lleven la energía que falta para que transforme de inmediato esa indeseada realidad.
Entra la luz tras izar la persiana, para espantar los negros y grises oscuros, para que vuelva a llenarse la estancia de color, pero no es posible, pocos blancos que a duras penas se mezclan con algunos grises que se dejan guiar por la esperanza. Blanco, gris, negro…los claroscuros invaden todo lo que te rodea, adquieren volúmenes insospechados, dibujan escenas en primer plano inéditas mientras todo el resto se convierte en un segundo plano sin importancia, escondido, invisible aún.
Hay un rayo verde de esperanza, azul de sirenas silenciosas, palabras que se abren paso entre el silencio, ilusionadas aún, aunque cabizbajas. Siguen las manos temblorosas, pero esta vez una manta protege ambas mientras otra mano ajena se posa encima para asegurar que todos los sentidos se unen a la vez en un desafío inimaginable, que lo probable derrote a lo imposible.
Un pequeño punto sonrosado apunta en la cara, con la mirada perdida, se compincha con la boca que esboza por fin una leve sonrisa. «Estás aquí», dice. «Claro», respondes, «irá bien», deseas. Hay puntos en la vida que te llevan a la infancia, entonces ni te diste cuenta pero ahora tienen todo el sentido del mundo cuando hacen acto de presencia. Y te agarras a él como si no hubiera no mañana, como si no hubieran más horas. Que haya más, deseas, que derroten a los grises, que se pongan de acuerdo con los blancos, y cambie ya de pantalla la vida que tienes ante tus ojos.
Dos, tres, cuatro, cinco tonos de llamada. Una voz al fondo que dice «¡Dígame!», otro nuevo silencio como el primero al otro lado, largo también, creo. Un mensaje lanzado al aire, «¡llámame, es muy importante!». Demasiadas cosas que vienen a la cabeza, desordenadas, como cuando abrías la caja de un puzzle viejo que conocías y de pronto todas las piezas se desparramaban por el suelo, por un leve despiste. Sí, las reconoces, las has visto, tocado, colocado, resuelto muchas veces, pero esta vez no encajan, se doblan, crees que falta alguna y el puzzle no está completo, te dices. Y esta vez no lo entiendes, porque ya dejó de ser un juego.
Ves un reloj caminar como hace siempre, pero no distingues su tic-tac, va sin parar. No sabes qué te pone más nervioso, si verlo o no oírlo, tampoco acaba de encajarte del todo. Quisieras taparlo, esconderlo, mirar para otro lado, pero vuelves la cabeza y solo deseas que se detenga un instante, que empujes de las manecillas unas cuantas horas antes, no sabes cuántas, bastantes, y se pare justo ahí, cuando la vida tenía color.
Ir y venir, ir y venir, trasiego sin parar, una cortina que se abre y se cierra poco después, nunca del todo; deseas que vuelva a entrar luz, para iluminar no la estancia sino a sí misma, se abre la cortina, probemos, parece que mejora, diría que poco, se cierra la cortina pero no del todo. El reloj te sigue mirando de reojo, «tú a lo tuyo, que yo sí que voy a lo mío». No nos vamos a poner de acuerdo y eso que soy capaz de ceder en esta negociación.
Llamas a los recuerdos, «¡que vengan inmediatamente!» exiges, y van apareciendo, y los vas ordenando, y alguno de ellos hasta lo comentas en alto. Hay pocos puntos sonrosados en la cara, pero alguno pide la voz y da su punto de vista, conversas sobre ello, con las manos entrelazadas, para que sigan los vasos comunicantes haciendo su trabajo de emergencia. Te gustan que estén ahí, disfrutas incluso, pero empiezas a sospechar que están cogiendo demasiada forma, que no es su hora y parece que la está precipitando.
Vuelve un color, otro más, parece que llega alguno más, se posan, se suben a una furgona, se sientan, observan el escenario aún gris, con partes que no se ven y otras que parece que sí pero no lo ven claro. Debaten entre ellos, se miran, cada uno en su sitio, sin unirse aunque sea en posición de defensa. Tras deliberar un buen rato se retiran, y les llamas «¿pero a dónde vais, por qué nos dais la espalda ahora?», apenas giran su cabeza, «es difícil, muy difícil», dicen.
Fuera oscurece, como siempre pero como nunca. Siguen las manos temblorosas, no tienen ya tanta fuerza, flaquean, están pero no aprietan, sospechas entonces. Ese color sonrosado se va minando también. «¿alguien puede dar más luz por favor?». Otro silencio, más grave aún. Tampoco hay cortina, solo una puerta corredera, que no hace ruido pero lo ahuyenta por si acaso. Ni un reloj, con lo cual solo tienes una única manera de orientarte: las sensaciones. Entonces te abrigas más, y estiras las sábanas un poco más arriba, y te aseguras que los pies sigan cubiertos a pesar de estar helados. Apenas se mueven ni para patear el frío.
Otro pasillo frío, como la conversación previa de hace 15 minutos, honesta, clara, directa pero inmensamente humana. Empezó y acabó con una sonrisa, que no era la misma. Cuentas los pasos, los pisos, miras atrás y vienen como subidos sobre la cola de un vestido de novia un montón de recuerdos, de momentos vividos, de conversaciones de todos los estilos. Todos quieren hablar, se entorpecen y se abren paso entre el silencio de las baldosas y las paredes blancas.
Hay una persiana pero es noche profunda. Da igual subirla que bajarla, decides dejarla subida; con la ventana un poco abierta para que entre lo que sea: un sonido, una leve corriente de aire, una esperanza, un sueño, una victoria que en el fondo es derrota. Una silla se funde en el espacio, tu mano no renuncia a tomar la otra, que se enfría con el paso de los segundos, y trata de apretar más pero siempre acorde con el sin dañar, «¡¡venga mis vasos, esforzaos más!!». Viene compañía pero no para quedarse sino para solidarizarse. Está bien, quieres, pides más, pero eliges también que acuda la intimidad para que no deje a la soledad ejercer del todo.
Te arrimas más, aunque te separen unas barras frías, grises de nuevo vaya por dios, y acercas tu voz en susurro al oído también frío. «¡Gracias!» exclamas con suavidad; «todo va bien, todo va a ir bien», matizas; no sabes bien por dónde pero vuelve a entrar ese silencio tozudo y tosco, te peleas con él mientras dices «No ha faltado de nada, ni nunca va a faltar de nada» como aquella vez. Parece que el silencio se echa hacia atrás, hay otro sonido de fondo, pi-pi-pi-pi, que quiere proteger su espacio; sigues el ritmo mientras vuelves a susurrar despacio pero fijando bien el tono «¡Te quiero, te quiero y te quiero!», un punto rosa se enciende en la cara levemente mientras el aire baja el ritmo de pausado a más pausado; repites de nuevo «¡Gracias por todo, Gracias por tanto», vuelve a iluminarse la estancia, pi-pi-pi, «¡ya está, ya está, otra vez más, Te quiero!», entra un poco más de frío por esa minúscula rendija de la ventana, te da igual, te pones de rodillas sobre la requeteusada silla de sky negra para estar aún más cerca de su oído, pi-pi; el silencio se hace grande, se pone de pie, de puntillas, abre los brazos, se estira como un gigante, aprietas las manos con la misma fuerza que abres los ojos para no perder un detalle, ni uno solo, última vez, «Gracias, Te quiero, YA» , un suspiro, más largo que los anteriores, seco, un leve apretón de mano, un beso en la mejilla, ese piiiiiiiiiiiiii. Los ojos deciden cerrarse.
Silencio.
En mayúsculas.
Izas más la persiana, es más un mero gesto que una realidad palpable. De aquel cielo oscuro que no distinguía las nubes del fondo, aparece una estrella blanca brillando con fuerza. Desde la 608 se ve con mucha claridad, creo que del resto también. En ese momento entran una procesión de recuerdos y momentos, de abrazos y besos, de frases y dichos que tienen todo el sentido del mundo.
Te das cuenta que coincide que es marzo, que coincide con el inicio de la primavera; que aún es domingo, casi completamente sin dejar que el lunes tome el testigo por muy poco, ese domingo de siempre, ese domingo que certificaba uno tras otro que era único, propio, siempre compartido.
El cuerpo es tan sabio que consigue que un nudo en el estómago cierre el acceso en los ojos de lágrimas que piden salir. Explica que no hay que llorar por la pérdida sino que hay que tener la fuerza suficiente para sonreír por lo vivido, aunque sean 5, 10 segundos o toda una vida, porque eso logra, dice, que siga en vida, por lo vivido y sentido. La vida, razona, es dejar marca –vaya por dios–, es dejar una huella por la que tienes que transitar cada día, a partir de entonces.
La noche vuelve a ser de nuevo inmensamente oscura, solitaria, silenciosa pero respetuosa. Piensas mientras caminas sin rumbo, que tenemos que decir más veces «TE QUIERO«, que nunca son muchos ni nunca son suficientes. No sobra ninguno en nuestras vidas, ni uno, es más, parece que siempre nos falta decir el último «te quiero».
Un te quiero mirando a los ojos, un te quiero tomando las manos, un te quiero susurrando al oído, un te quiero gritando a lo más alto, un te quiero en un mensaje de texto, un te quiero en un post-it, un te quiero silencioso pero ensordecedor. No sobra, siempre surte efecto positivo, sienta bien, a dos. Que no hay que guardarse jamás ni uno. Te quiero, te quiero mucho.
Y que hay que decir también más veces «GRACIAS«. Muchas más veces. Nunca dejemos de decir Gracias y dar las Gracias. Abre puertas y en ocasiones ayuda a cerrarlas. Reconforta, te hace reflexionar y te sitúa en el lugar que siempre corresponde. Es generosidad, es sinceridad y honestidad, es compartir, humanidad y empatía.
En estos días hay cientos, miles de gracias y más aún te quiero. Por dar sentido, hacer muy grande y reforzar la belleza de la palabra Madre, Ama, Mamá, y también Abuela, Hermana, Tía, Vecina, Ciudadana. A quienes habéis estado a su lado, gracias y os queremos. A quienes hemos vivido tanto.
GRACIAS Y TE QUEREMOS.
Eeeeguunoonn…
— Juanjo Brizuela (@juanjobrizuela) March 25, 2025
Ama. Mamá.
Qué palabra tan bonita. ❤️
10 commentarios
ALBERTO · 28/03/2025 a las 11:10
Juanjo, mi más sincero pésame. D.E.P. seguro arropada por tus palabras. Abrazo!
Juanjo Brizuela · 28/03/2025 a las 14:47
Alberto, mil gracias. Te lo agradezco, te lo agradecemos mucho. Abrazo y Gracias.
Julen Iturbe-Ormaetxe · 29/03/2025 a las 12:16
Ánimo, Juanjo. Ley de vida. Hay que mirar adelante. Un abrazo enorme.
Juanjo Brizuela · 30/03/2025 a las 10:12
Julen, gracias. vacío inmenso ahora mismo.
Amalio A. Rey · 30/03/2025 a las 20:24
Ánimo, amigo. Lo siento mucho. A seguir para adelante, que la vida es eso. Un abrazo fuerte
Juanjo Brizuela · 31/03/2025 a las 09:11
Gracias mil querido Amalio. Duro, y para delante. La vida es imparable a veces. Abrazo
Xabi Liceaga · 30/03/2025 a las 22:48
Abrazo fuerte, Juanjo. Mucho ánimo y seguro que tu ama está descansando y leyendo orgullosa lo que escribes.
Juanjo Brizuela · 31/03/2025 a las 09:10
Querido Xabi … espero que sí, se fue en paz, eso es lo importante. Mira las veces que lo hemos hablado, eh. Abrazo grande
Estibaliz Romero · 31/03/2025 a las 09:20
Un fuerte abrazo Juanjo.
Juanjo Brizuela · 31/03/2025 a las 17:13
Mil gracias Est… un beso grande